Vale al Paraíso/Huellas, la esperanza del bienestar animal
Mario Granados Roldán.-Me gustan. Los disfruto. Son mi convivencia. A mis queridos padres debo el acendrado amor al planeta animal. Bien puedo ocupar, en la reedición posmoderna de los capítulos 6 al 9 del libro del Génesis, el papel protagónico en el Arca de Noé, aunque en mi calidad de arrogante cadenero de antro les impediría la entrada a las tepocatas inmortalizadas por el candidato Fox, a las víboras venenosas que dañan el universo político y a las ratas de dos patas que estando en el gobierno se roban el dinero del contribuyente.
En mi cercana niñez tuve la clásica pecera de multicolores habitantes.
Antes, los pollitos de rubio plumaje, comprados en el viejo mercado Terán, formaron parte de la fauna. Me esmeré en su cuidado. La comida y el agua de garrafón siempre estuvieron puntuales en sus respectivas vasijas. Las visitas a la veterinaria ubicada en el antiguo Parián se multiplicaron para aplicarles oportunamente las vacunas correspondientes. A pesar de mis esfuerzos los animalitos descansaron en paz, desafortunadamente. Quizá me faltó el conocimiento del exitoso empresario Gabriel Arellano Espinosa. O a lo mejor procedían del rancho del Club América, donde no crían águilas, sino indisciplinados pollitos.
Después llegó el feliz encuentro con los perros de cuatro patas. Una preciosa hembra dálmata y un majestuoso macho pastor alemán. Ella se llamaba Careta. Él respondía al nombre de Zorba, sin ser griego. En sus primeros meses el cachorro compartió con mi hermano Otto y conmigo los juegos de dos traviesos niños. Recuerdo algunas memorables tardes de toreo de salón. Con la pequeña capa y el diminuto capote comprados por mis queridos padres en la centenaria plaza San Marcos, dibujé las cadenciosas verónicas y los largos naturales a cámara lenta. A los mejor pude haberle disputado la supremacía a Joselito Adame en la escuela taurina. En los festivales caseros la antigüedad me permitió ser el primer espada en el mano a mano de lujo.
Cada semana, frente al televisor, estaba más puesto que un calcetín para ver en el Canal 5 el programa de Pepe Rojo de la Vega. Cuando me fui a estudiar la licenciatura al Distrito Federal, una de las primeras decisiones que tomé fue la de conocer al afamado veterinario en su establecimiento de la avenida Insurgentes sur esquina con Xola, a una cuadra de donde vivíamos mis hermanos y yo, todos estudiantes. Me impresionó la sencillez del galeno. La visita fue algo así como el reencuentro con mi dorada niñez.
Pasadas algunas décadas arribó a mi casa el colibrí, el incansable Gigante Pequeño —no confundir con el Pequeño Gigante lozanista— de las mil quinientas plumas, al que diariamente rindo pleitesía. Reconozco su sabiduría y entereza para preservar la sagrada libertad. Admiro su destreza, armonía y amor a la naturaleza. “Las verdades esenciales caben en las alas de un colibrí”, diría el sabio apóstol cubano José Martí.
Cada día llegan al bebedero colocado afuera de mi recámara. Muy educados saludan. Desayunan, comen y meriendan del néctar líquido comprado en las ofertas de Liverpool. Dan las gracias. Y se despiden. Este matrimonio, después de varios quinquenios, se conserva inmaculado, quizá porque nos encontramos cuando tenemos ganas de vernos. Platicamos bonito. Y cada quien vive en su hogar. Aunque la carga de limpiar el depósito de vidrio, llenarlo de comida y colocarlo en el exterior corre por mi cuenta. Obvio.
Alternan con los colibríes la manada pug liderada por El Gober. Los respetuosos perros (machos y hembras) en nada se parecen a los políticos, muy dados a independizarse, cambiar de dueños o brincar como chapulines. Son leales amigos. Guardianes. Agradecidos. Dóciles. Obedientes. Generosos. Hachiko, el más famoso perro en Japón, es la prueba legendaria de la fidelidad y devoción canina al amo.
Hace dos semanas forma parte de mi Animal Planet un precioso libro que publicó la Presidencia Municipal de Aguascalientes, a través de la Secretaria de Servicios Públicos. Se llama Huellas. Historias de animales que han transformado vidas. Consta de 93 páginas regiamente impresas a todo color. Saben a miel. Huelen a rosas. Las fotografías dicen más que mil palabras. El esfuerzo editorial es la viva esperanza del bienestar animal, que en la administración del bien calificado alcalde Toño Martín del Campo, es una política pública rigurosamente cumplida.
El volumen da “la posibilidad de conocer y analizar historias que no solamente han cambiado la vida de los autores de éstas, sino que además nos permitirán una mejor apreciación de los animales y por consecuencia una mejor convivencia, pues ellos también ocupan un lugar importante en nuestro mundo y merecen ser tratados dignamente”, refiere Martín del Campo en el mensaje introductorio.
De todas las historias narradas de perros, gatos, gallos, caballos, tortugas y demás fauna, me quedo de manera especial con dos: una la Mercadito, el discapacitado can que lucha día a día y sale adelante con sus propias patitas y la ayuda de una silla de ruedas, a manera de prótesis.
Otra la de Canelo. Me cuenta Héctor Eduardo Anaya Pérez, el eficiente titular de la Secretaria de Servicios Públicos, que el perro tuvo un hogar pero se extravió. Llegó a una escuela pública donde tuvo un buen comportamiento. De ahí fue recogido. Dada su nobleza se ganó el corazón de la comunidad, por lo que finalmente fue adoptado por la dependencia.
Hoy recorre las instalaciones. Convive con los trabajadores. Tiene su casa adyacente a la caseta de vigilancia. En el verano se echa su nadadita en el estanque Y lo más importante: no forma parte la nómina. Tampoco está sindicalizado. Es de confianza. No tiene días económicos ni tiene vacaciones o presenta incapacidades médicas conseguidas con algún burócrata amigo. Para fortuna de su salud no esta afiliado al IMSS o al ISSSTE; o al impresentable PVEM que aprobó el IVA a su croqueta.
Enhorabuena al Ayuntamiento de Aguascalientes por entregar a la ciudadanía esas memorables Huellas.
Porque alguien debe de escribirlo: Ojalá los gobernantes en México fueran como los elefantes: de cabeza enorme para pensar bien. De orejas grandes para oír mejor. De colmillo retorcido para administrar con eficiencia. De larga tropa para olfatear el peligro. De piel gruesa para aceptar las críticas. De patas gordas para mantener la vertical en las crisis. Y de cola chica para no robar.
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