Los valores requieren un equilibrio: Civismo
El civismo es una forma ética fuera de los límites de la administración electoral. Es el concurso de todos con la educación para la democracia y con la democracia para la educación. Esto es, preparar al ciudadano en la idea de que la democracia no sólo debe ser establecida, también exige ser mantenida y perfeccionada, cristalizada en una forma de vida; así lo establece el artículo 3º de nuestra Carta Magna. Es en la definición de la democracia donde está la importancia para lo que debe ser enseñado.
La educación cívica vinculada a la educación para la ciudadanía, no como el aprendizaje de términos legales o como saber enciclopédico, sino como la forma en que el ciudadano ejerce sus responsabilidades frente a los otros, y en la construcción de una vida digna en comunidad; es aquí donde se descubren las capacidades de una ciudadanía activa: debate, defensa, organización, participación, ser parte de las políticas públicas.
La educación cívica, consiste en educar a los ciudadanos, a los que compartimos todos los días la misma ciudad; es al propio tiempo educación política, la que toma en cuenta la conducta en la vida y el ejercicio del poder públicos; en la rendición de cuentas; en el trabajo como gran educador de la vida política. Todo ello es parte de la esperanza de contar con un cuerpo electoral educado en los valores de la democracia. Por eso, ante la ausencia de una política educativa en civismo, la respuesta más coherente y natural es la educación política de los ciudadanos.
No es fácil captar el problema a simple vista, no se trata de enseñar ideas llenas de emoción que hayan expresado pensadores de otros tiempos. Tampoco basta con evocar la imagen oficializada de los héroes por antonomasia, o con celebrar las efemérides o con entonar el himno nacional. La virtud no se enseña, los valores, más que enseñarlos, hay que ejercitarlos. Los valores no nacen en invernadero. La formación de valores democráticos no puede ser sólo una actividad pensada, porque corre el peligro de lograr resultados contraproducentes. Tiene que partir del conocimiento profundo de las leyes de la actividad del pensamiento, para seguirlas y aprovecharlas en toda su plenitud. Identificar los valores y mantener el vínculo formal de esos valores con la realidad. Si queremos enseñar para la democracia debemos predicar con el ejemplo de la prudencia y la tolerancia.
Empero, ni la realidad es todo lo existente, ni la idea es algo simplemente pensado. Esto modifica la actitud que tengamos ante la formación de valores. La realidad es. No hay que quejarse mucho de ella. Pero tampoco hay que pensar que en el mundo de las cosas reales se da todo de una vez y para siempre. La realidad evoluciona, se desarrolla, y si se desarrolla es que en ella se está desplegando la idea de un fin. En esta evolución se encuentra la cita con las urnas; la finalidad que perseguimos es que cada voto sea signo de libertad y significación de coherencia.
Llega un momento en que esa finalidad se cumple y, aunque siga existiendo, permitimos la pérdida u olvido de los valores que la posibilitaron. Es cuando las cosas pierden su sentido, cuando los valores se invierten. Los valores requieren un equilibrio: ni el fundamentalismo que derribe las torres de la ética democrática, con inspiración de Al-Quaeda; ni el encubrimiento y complicidad del silencio, al más fino estilo del Padre Amaro.
Es en la práctica donde el hombre comprueba la veracidad de sus representaciones, de sus conceptos. Es la práctica humana la que decide sobre la realidad de los valores que guían su actividad. Esta paradoja, que la práctica determine sobre los valores que a su vez le sirven de guía, es la clave de la actividad humana. No hay unidireccionalidad en ella.
En este proceso práctico de asimilación cultural es que transcurre la transmisión de valores. No pueden enseñarse como actitudes absolutas que tengan un significado inalterable para todos los tiempos y lugares. Precisamente, quien así los toma los convierte en fetiches y termina dominada su actividad por valores invertidos.
En la construcción de los valores se requiere una actitud ética discursiva, donde la moral, el derecho, la política, la religión se las tienen que ver reflexivamente con la felicidad, la justicia, la legitimidad, la esperanza, respectivamente. Valores pensados frente a Valores vividos. Reflexionar la constitución del hombre y vivir al hombre, que es por naturaleza político y está abierto por la misma naturaleza a la trascendencia. Conjugar la ocupación del carácter antes que de los puros actos; y de lo vital antes de la sujeción al deber. Si tomamos en cuenta el discurso teórico y su cruce con el discurso práctico por medio de la coherencia y el diálogo, de manera que uno no ahogue al otro, de esta forma, y sólo de esta forma podemos lograr ese vínculo estrecho.
Por: Ignacio Ruelas Olvera