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Renovar el lenguaje político

La vida social requiere un lenguaje, como dice Neruda, “… en el centro de todo está la palabra…”, sin ella, no son posibles los pueblos y sus comunidades, sin el lenguaje no hay política, actividad en la que mujeres y hombres deben poner máximo cuidado, contrario a esa cordialidad está la violencia, que no siempre es de pólvora, recordemos el episodio de Canoa, Puebla. La palabra de un sacerdote contradice a su Dios, solivianta un horrendo asesinato de estudiantes. La política es el entendimiento por vía de la palabra, es el triunfo del lenguaje por sobre el terrorismo, el fanatismo, la aniquilación del Otro. El “zoon politikon” no puede explicarse sin discursos entre pares para construir ciudadanía, por cierto, nueva.

Los avances de los entendimientos sobre los conflictos han creado la fuerza del Estado mexicano, un entramado de normas que lo erigen como eje de los discursos. El discurso legal permite la garantía de derechos y obligaciones; el discurso comunicativo posibilita la cultura y la convivencia. En ese cruce de avenidas inteligentes se ha constituido el lenguaje político, que es un conjunto de lenguajes locales, detonantes del Estado moderno: la libertad de decidir. Cada etapa de la vida de la nación tiene sus semillas de lenguaje, independencia, innovación, revolución, regeneración, renovación…, en el alma de esos los conceptos está el cambio del estado de las cosas. La dificultad se presenta cuando se debe articular coherencia, lucidez, inteligencia, sensatez…, razonamientos que dan rostro a las épocas. La educación, la cultura, la instrucción pública, la tutela de la educación privada, de la universitaria, son partichelas por las cuales el pueblo se separa de barbarie, violencia, se incuba en las buenas prácticas, en la ética “cordis” que nos enseña Adela Cortina. Esas formas del lenguaje, ha quedado demostrado, han permitido una regeneración de propósitos colectivos. Empero, cuando no hay un pueblo degenerado, ¿cómo y qué se re-genera?

No podemos asegurar que las y los mexicanos vivimos en un estado de decadencia. Nuestra sociedad en lucha por una democracia de calidad sortea problemas sentidos, graves: contaminación, uso de recursos renovables y no renovables, explosión industrial, crecimiento demográfico, corrupción (en expresión de enfermedad extrema)…

Problemas y conflictos que deberán encontrar sus soluciones por vía del diálogo, el lenguaje, la palabra. El pueblo de México tiene disciplina, la prueba son los logros que de manera material y objetiva ha conquistado, una de especial consideración es, sin duda, la nueva forma de entendimientos en el espacio social, la zona común que nos define como un pueblo inteligente, un cosmos social lleno de signos, de gramáticas que han podido ordenar la representación de nuestros mundos, saturados de relaciones de poder que en su base sustantiva tiene al Otro y la certeza que se mantendrá en calidad de persona dialógica que interviene en la discusión y participa de la toma de decisiones, que está enterado de las respuestas, reacciones, resultados e invenciones posibles.

En el ejercicio del poder público las acciones de los discursos tienen afectaciones colectivas, todos deberán, de alguna u otra manera, participar en la producción del poder y de los lenguajes que lo constituyen, sujetos y acciones entretejidos por el hilván de la política. Es a través del lenguaje que se instala el buen o mal uso del poder público, poder, que por cierto, no es de nadie pero pertenece a todos, de manera que el gobernante no puede en el sentido elemental de ética política “basurear” a nadie, es una grosería innecesaria pues la acción represiva está en las normas, la ley asigna castigo, es equilibrio de la Patria.

El lenguaje es eje de toda ciudadanía, por ello demanda racionalidad, obligaciones y derechos, propios de una sociedad democrática que por vía de su normativa establece sus límites. Todas las maneras de designar la ideología política en el algoritmo de izquierda, centro, derecha, sus ramificaciones propias de nuevas realidades, deberá tener en el epicentro de su discurso al pueblo que identifica la comunidad cultural y política, las ideologías no definen naciones, ni patrias, ni países, es el pueblo el que define.

En los espacios públicos está el centro de los discursos que obliga coherencia y lucidez que inician por el respeto. En el espacio público se encuentran los derechos a la convivencia y los derechos a la toma decisiones.

Una sociedad democrática primero propicia la discusión dentro de la convivencia, el disfrute del espacio público escenario de la confrontación ética y moral que adecua los valores a las virtudes.

Tenemos reconocidas desigualdades, culturas, pluralidades, diversidades…, pero no tienen soluciones imperativas, “yo mando” debe renovarse en el lenguaje.

“Un mundo más bonito que el nuestro” dice, con toda razón, José Alfredo Jiménez. Nos debemos un nuevo conversatorio de esperanza, cordialidad, participación, deliberación… Toda transformación política debe renovar primero el lenguaje.

Por: Ignacio Ruelas Olvera